11.07

Realidades más allá de lo visible

Revista Ñ: por Julio Sanchez

De máscaras y chamanes. Las pinturas y esculturas blandas de Leonardo Cavalcante y Tadeo Muleiro abren un pasaje a seductores universos oníricos.

Cavalcante. “Astrea”, 2019. Gouache s/madera, 100 x 100 cm.

La personalidad es la máscara que le permite al individuo adaptarse a su medio social. El riesgo es creerse que la máscara es el rostro. Más allá de la interpretación sicoanalítica, hay una variedad infinita de máscaras creadas a lo largo y a lo ancho de la geografía y la historia de la humanidad. Una de ellas es la del brujo o chamán, la que aborda Tadeo Muleiro en la serie que presenta en la Galería Praxis junto a Leonardo Cavalcante. Ambos comparten el primer piso de la galería en una muestra que llamaron Cielo invertido, el mismo título de una canción de Luis Alberto Spinetta. Los dos también estuvieron atentos al pensamiento del escritor y pintor inglés William Blake: “Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar tal cual es: infinito”. Ellos comparten el interés por la conciencia expandida, es decir, tratar de ver más allá de lo visible, dejando paso al mundo onírico, a la imaginación activa, a diferentes rituales de sanación (como el temazcal), a la hipnosis, a la meditación o al uso de plantas enteógenas (término que los antropólogos prefieren en vez de alucinógenas) entre otras prácticas.

Muleiro (Buenos Aires, 1983) viene experimentando desde hace años con el formato de escultura blanda y confecciona objetos textiles pintados que muchas veces utiliza para sus performances. Si bien su interés se centra en las culturas americanas originarias, sea por su iconografía, sea por sus mitos, Muleiro trasciende fronteras y explora las dimensiones del mito universal y los arquetipos que perviven en el arte contemporáneo. El conjunto (breve y conciso) de obras está presidido por un “traje” azul de chamán; por la forma estrellada de su máscara y por la insistencia de formas lunares que se repiten, pareciera tratarse de un ser nocturno. El color azul y el motivo lunar se repiten en los trabajos de pequeño formato de acrílico sobre papel: un ser alado, otro con seis brazos, una serpiente con garras, y una máscara solar, todo construido con formas diamantinas y romboidales. El chamán es la figura arquetípica del ser que puede atravesar los tres niveles del mundo (subterráneo, medio y superior) a su antojo, invocando animales totémicos u otras entidades superiores, y sumergiéndose en un estado de trance que puede ser provocado por ritmos musicales o plantas sagradas. Cuando el chamán usa una máscara se apodera de las propiedades o virtudes de lo que se está representa en ella. Se exhiben también tres máscaras creadas con textiles pintados, en el lugar de los ojos hay cristales facetados que multiplican la imagen cuando el espectador se acerca a espiar, aludiendo a las diferentes capas de la realidad. Una de las máscaras tiene otra superpuesta que se abre como un telón para dejar al descubierto la primera, como si indicara que la subjetividad también tiene varios niveles para explorar.

Los hombres que pinta Cavalcante (Buenos Aires, 1979) se construyen a partir de franjas de colores, suelen caminar con dificultad en un medio acuoso (o en lodo) que llega a los tobillos, a la rodilla o a la cintura. Esa lava de colores funciona como la urgencia de lo cotidiano, o como las preocupaciones materiales que hacen más lento el avance hacia un objetivo superior. Ninguno tiene rostro (al igual que los maniquíes de Giorgio De Chirico y otros metafísicos), pues no hablan del individuo sino del género humano. En “Astrea”, una de sus obras, un hombre ha logrado superar el mundo inferior y camina por una cuerda floja haciendo equilibrio con una larga vara, lleva una máscara con forma de pirámide muy alta y una insignia en el brazo izquierdo, su cuerpo oscuro está pintado con motas doradas y su aspecto evoca a los selknam de Tierra del Fuego cuando se preparaban para el ritual iniciático del Hain. Sobre sus hombros un pequeño hombre con otra máscara piramidal hace equilibrio también con una vara larga. Arriba, un cielo dorado como los fondos que abunda en el arte bizantino; abajo, cientos de formas puntiagudas esperan (¿infructuosamente?) la caída del funámbulo. El hombre que ha logrado elevarse debe hacer equilibrio para no caer sobre la hostilidad del mundo, el pequeño que se monta a sus hombros puede ser su yo interno, que también debe hacer equilibrio entre las polaridades de la conciencia, entre el amor y el odio, el vicio y la virtud, y otros tantos binarios.

Tanto Muleiro como Cavalcante engrosan la genealogía de creadores que abordan el arte como un instrumento de apertura de conciencia, como lo hicieron Víctor Grippo y Alfredo Portillos en la Argentina, y una larguísima lista internacional (Yves Klein, Joseph Beuys) que incluye a la recién “descubierta” Hilma af Klint, la sueca que pintaba enormes telas abstractas según instrucciones de guías espirituales. Sin parecerse a ninguno de sus ancestros ambos jóvenes crean su propia imaginería, sus propios lenguajes visuales y renuevan la inquietud por descubrir otras dimensiones de la realidad no visible.

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