Las pinturas de Romina Salem presentan una suerte de sinestesia expandida. Algunas personas dicen experimentar la extraña capacidad ver formas y colores a partir de la música, lo que se conoce como sinestesia. Sin embargo, en este caso el proceso se invierte y son los impulsos visuales los que vienen a generar una banda sonora en la mente de quien mira. Esta música interna que emana de los bastidores puede pensarse como una glosolalia de color que invade los sentidos de l@s desprevenid@s.
En el mundo de la selfie, de carpetas inundadas de jpgs, de una invasión exponencial de pantallas, estas pinturas parecen ser imágenes de otro orden. Detritus de panorámicas de exterior, retratos de naturaleza transfigurada y hasta un cierto jardinismo disonante de cualidad metafísica que se escapa de lo visual expandiéndose hacia otros sentidos. Por eso no resulta extraño que estos intensos bloques de paisajismo onírico, reclamen una vida sonora que va más allá de la tela.
Ahí donde se desdibujan las fronteras tácitas entre el mapa y el territorio, donde lo figurativo ya no es mera representación sino distorsión y acople de su propio sentido, en ese punto, al cromatismo no le alcanza con ser sólo visual. Y si la coexistencia de colores vivos -selváticos- con un plateado numismático puede emparentarse con la politonalidad; ésta más que a la contemplación de un Debussy o un Ravel, remitiría a las cadencias frenéticas del Free Jazz de Coltrane, Coleman, Ayler o Sun Ra. La estridencia como paleta.
Llegada esta instancia, lo Cromático encarna plenamente su doble sentido: visual y sonoro. Oír colores, ver sonidos. Toda pintura genera alguna forma de música, pero en las pinturas de Romina Salem no se trata sólo de una asociación vaga, sino de una entidad viviente que está ahí sonando, esperando por quien pueda escuchar colores, sin amplificadores ni parlantes.
Alan Courtis
