Pablo Lozano
por Daniel Molina
La música nos hace rememorar un pasado que nunca existió, pero que, de todas formas, nos conmueve intensamente. A ese mismo campo vibratorio pertenecen las pinturas de Pablo Lozano. En sus telas vibra el eco de un sonido que jamás fue emitido, pero que resuena dentro nuestro haciéndonos sentir nostalgia por una vida que no tuvimos. Es un pintor de lo que se oculta, de lo que desaparece, de lo que se esfuma. Lozano aprendió, a lo largo de una década de intensa insistencia, a mostrar la ausencia. Muestra para indicar el vacío.
Sus telas son karesansui: ese estilo de jardín japonés seco que consiste en un campo de arena poco profunda que contiene grava, rocas y, ocasionalmente, hierba, musgo y otros elementos naturales. Los karesansui son utilizados por los monjes Zen japoneses para meditar: ellos pueden inducir a ver el vacío que lleva a la iluminación.
Estos jardines zen nacieron a comienzos del siglo XIV, durante el período Muromachi, que valoraba dos principios rectores: la simplicidad elegante y la belleza del vacío. Ambos principios rectores también guían las pinturas de Pablo Lozano, aunque él los podría resumir en uno solo: la elegante belleza del vacío. Esa huella, que es visible en esta pintura que trata de pintar lo invisible, es la que la conecta con esos espacios mentales, más que materiales (pero lo material es mental en el zen), que son los karsansui.
Lozano no ha llegado al fin del camino que lleva a la desmaterialización absoluta de la imagen que representa sobre el lienzo (¿hay fin del camino en esta travesía perpetua?), pero ha avanzado mucho en estos 10 años de investigación. A comienzos de este siglo, con una mirada que rescataba más la serialidad Pop que su iconografía, Lozano pintó figuras en dos dimensiones que eran la representación en el plano de juguetes encastrables (rompecabezas tridimensionales que desafiaban la imaginación del espectador), sillones de dentista, cámaras de seguridad. Ahora vuelve a aquellas obsesiones (casi exclusivamente a los juguetes encastrables), pero para desarmarlas. Para hacer con ellas (y de ellas) una ausencia.
La producción actual de Lozano funciona como el trabajo de un científico delirante que se propusiera literalmente alcanzar el vacío a fuerza de producir el contexto en el que el vacío brilla. Sobre telas negras (o sobre el gris del metal), su nuevo trabajo consiste en recordar el proceso de producción de aquellas pinturas más que las pinturas en sí mismas. Hay aquí un diálogo demencial con el constructivismo: se ve el proceso, pero se escamotea el producto.
Lo que Lozano está produciendo es el instante antes de la nada. De allí que recurra al fondo (¿fondo?) negro en casi todas sus pinturas. De esa manera alude al Cuadrado Negro, de Kazimir Malevich, que logró la desmaterilización radical de toda la ficción representada sobre la tela para materializar la pintura (la tela en sí misma, pintada de negro) como lo único real: lo que insiste y, a la vez, soporta todo.
El instante antes de la nada. ¿Cómo se llega a ese momento imposible? Partiendo de la nada. Como hizo Pablo Lozano en la muestra en la que presentó los encastrables, en 2004. Sobre esa muestra escribí entonces (y hoy lo reitero, con más intensidad): “Lozano pinta el instante en que el objeto se imagina desaparecido. Como haría una teología negativa (la del budismo, por ejemplo), ese proceso solo se puede definir por lo que no es: ni la representación del sueño ni la de la vigilia, ni la contundencia del volumen ni la plenitud de la tela (…). Pintura de goce y misterio. Entre el placer y el dolor. Entre la metáfora y el silencio. Una chispa de la nada en la que todavía resuena el eco de una plenitud que nunca estuvo”.
Eso: una chispa de la nada en la que todavía resuena el eco de una plenitud que nunca estuvo.