A diferencia de otros ámbitos profesionales, como la arquitectura o el diseño, el arte difícilmente puede contribuir a la transformación material efectiva del planeta. No obstante, si algo le ha correspondido a lo largo de su historia, es la posibilidad de estimular el pensamiento y la reflexión sobre los grandes problemas de la humanidad. Como testigos analíticos y sagaces de su tiempo, los artistas jamás han pasado por alto estos temas, sino que los han abordado y los abordan a través de sus herramientas específicas: la simbolización, la metáfora, el señalamiento, la poesía.
Los autores reunidos en esta exposición llaman la atención sobre algunos de los recursos que conforman nuestras vidas. En sus obras la naturaleza aparece con insistencia, pero no desde una mirada idealizada o bucólica, sino más bien como un terreno de tensiones, zozobras y conflictos. A diferencia del land-art, no hay aquí una aproximación formal o estetizada al paisaje. Se trata, en cambio, de pensar en el mundo natural como ese espacio necesario, amado y problemático, del que no obstante sigue dependiendo el futuro de la especie.
Joaquín Fargas diseña unos molinos de viento que aportan su energía a un sistema de enfriamiento, y los ubica sobre la superficie de la Antártida Argentina con el fin de conservar el frío de sus glaciares. La desproporción entre su porte y las infinitas extensiones congeladas llama la atención sobre las dificultades que entraña el desafío de preservar a la mayor reserva de hielo del mundo de los efectos del calentamiento global. La pieza se denomina Don Quijote contra el cambio climático. En contrapartida, el artista crea un conjunto de organismos tecnológicos, a la manera de una nueva especie pobladora, mediante los cuales propone reconocer los aportes de la ciencia a la biodiversidad del planeta.
Una parte importante del esfuerzo científico se orienta hoy hacia el análisis y el control de las variables que permiten diagnosticar el “estado de salud” ecosistémico. Marina Zerbarini nos propone aproximarnos a esas varia- bles en tiempo real, a través de una cartografía lumínica colorida e hipnótica. Su objetivo es generar una conciencia que nos permita trascender el entorno singular en el que vivimos, y que presente al clima y sus efectos como un fenómeno que aúna a todos los pobladores de la Tierra. Concienciar es también llamar la atención e implicar una responsabilidad. La responsabilidad es el eje de la obra de Romina Orazi. En ella, la vida de una planta depende de la acción directa del espectador que debe contribuir con una ayuda (económica) a su supervivencia. El punto neurálgico de la instalación no es la planta en sí ni tampoco el dinero, sino esa decisión que, como decía Jean-Paul Sartre, parte de la libertad individual pero sabiendo que afectará a los demás: el principio básico que posibilita la existencia de toda comunidad humana.
Ana Laura Cantera presenta un proyecto iniciado en la región de Altamira, al sur de Brasil. Allí, creó una comunidad de muñecos realizados con plástico biodegradable y fibra de banana –el principal producto de la región– y la sumergió en el Río Preto hasta que la acción del ecosistema ribereño la transformó en una red de células microbianas. Mediante un circuito de cables y electrodos, los muñecos se convirtieron en interfaces para la extracción de energía del agua del río. La reconstrucción de ese circuito en la galería prolonga en la ciudad la generosidad de la naturaleza. Por su parte, Hernán Paganini traslada a la galería la bondad de los bosques. A partir de cortezas y maderas recicladas, construye un enorme tapiz orgánico que funciona como una suerte de manto o de pared, de abrigo o protección. El punto de partida es un recuerdo de infancia en el campo de sus abuelos en San Andrés de Giles; en el almacén, desde una robusta viga, las provisiones colgaban esperando a ser usadas en los momentos justos, respetando los ciclos naturales de abundancia y escasez. Los elementos que componen la instalación provienen del añorado campo familiar.
Finalmente, Daniel Fischer exalta la siempre pródiga vitalidad del universo orgánico, que crece en cualquier superficie, en los espacios más inhóspitos, en los contextos más desfavorables. En el corazón mismo del cubo blanco, donde el arte a veces se refugia de los embates mundo, el artista cultiva una vegetación resistente, en un gesto que nos recuerda que la clave de la sustentabilidad no está en no utilizar los recursos disponibles sino en saber renovarlos. No ya en el gesto de la explotación o de la indiferencia, sino en el del respeto y el abrazo.
Rodrigo Alonso