Hace 10 años hice una instalación en Malba en una muestra curada por Graciela Taquini, en la que introduje un aroma: “madera podrida en agua de mar”, olor a muelle. Fue algo que no pusimos deliberadamente en la ficha, pero que estaba presente y acompañaba la obra; la completaba. Desde entonces, en muchas de mis instalaciones incluyo olores, pero casi nunca lo digo.
El año pasado apareció en mi la inquietud poner en escena fragancias, la necesidad de crear un paisajes olfativos, retratos aromáticos. Son obras que tienen un soporte físico con una baja resolución visual, pero con una esencia olfativa muy precisa que me transporta a lugares y tiempos muy puntuales. Esta muestra es un work in progress, en la que se exhibe resultado de un período de estudio y búsquedas en las que, acompañado por perfumistas, estoy trabajando mi inquietud por atrapar y reproducir sensaciones y memorias aromáticas.
Buenos Aires y sus florerías huelen de un modo especial, distinto, es una fragancia que me transporta y que abre un mundo de memorias. Un día de calor húmedo y pesado; empieza a llover y desde el pavimento se levanta una nube mágica que conecta mi ser con todas las veces que tuve deseo de lluvia en la ciudad. Entre muchas notas olfativas, alcanzo a reconocer un jacarandá y algún árbol más que se cuela.
No todos tenemos la misma sensibilidad, pero todos podemos reconocer el aroma de un buen café y recordar charlas, texturas o emociones que vienen de su mano. O el efecto del chocolate puro, amargo que de chicos sólo toleramos reducido con leche y mientras se derrite suavemente en la boca nos lleva a algún lugar en un patio, en la casa de una abuela.
Simples olores como un rouge barato de una monstruosa señora maquillada que me obligaron a besar de chico pueden arruinar un momento. Algunas carteras, algunas camperas y algunos autos de lujo tienen el venenoso aroma que acompaña al cuero y me hace pensar si hay olores puramente buenos o malos. Inquieta omnipresente la basura que vemos, olemos y tomamos como algo normal, como buenas ratas de ciudad que somos.
Respirar el irrespirable vaho del subte en el que nos fundimos todos y los desodorantes no alcanzan para tapar una verdad: somos humanos y nuestras glándulas luchan por sostener su identidad olfativa. En las manos nos queda impregnada la fragancia del tubo metálico al que nos aferramos para sostenernos de pie en el mar de gente que nos vapulea entre estación y estación. Siempre elegimos, a pesar de los tufos tan densos que presenta nuestro espacio, quedarnos en el recuerdo de Buenos Aires con una imagen olfativa elevada, como la de los jazmines cuando explotan con sus pequeñas flores blancas en las calles de Belgrano.
Martín Bonadeo Invierno de 2014