Elena Nieves: Entender el paisaje por Lorenzo Amengual
Algunas de las características del sutil dibujo de Elena Nieves, se concretan mediante líneas de gesto fluido, que construyen contornos diversos, interrumpidos a veces por cristalizaciones duras, incrustaciones, rasgos azarosos, medios tonos y transparencias, que muestran los recursos expresivos de una geometría personal de raíz orgánica, con mucho de escritura, cuya aplicación produce imágenes y espacios engañosamente figurativos.
Discontinuidades y superficies blancas pueblan esos dibujos pero, me parece, que estas rupturas no son arbitrarias, son recursos inteligentes, que ayudan a que se produzca lo que E.H. Gombrich definió como «la contrapartida del observador»: que le permite a nuestra percepción, que tiene horror al vacío, completar lo que falta apelando a nuestra propia experiencia. Es entonces una estrategia efectiva para que el que mira «entre» en los dibujos expuestos y rellene esos vacíos con un recuerdo de algo vivido.
La artista se muestra como una paisajista singular. A ella no le interesa describir el paisaje sino mostrar la esencia del mismo. Para hacerlo, su herramienta, su «macchina» representativa se ha especializado y acepta ser guiada por una sensibilidad entrenada y curiosa que vuelca en sus dibujos diversas experiencias sensoriales, provenientes de la convivencia bajo distintas luces y espacios, ya que la vida cotidiana de Elena transcurre, desde hace años, bajo dos cielos: en Buenos Aires unos meses, y otros entre viñedos, manzanares, nieblas y riscos nevados, en la Italia alpina.
Siempre me interesó reflexionar sobre el valor del dibujo como herramienta, ese que da forma a los mapas o aquel que producen los científicos, por ejemplo: las acuarelas de la luna hecha por Galileo, las primeras conexiones nerviosas en las vacilantes tintas de Ramón y Cajal o los apuntes anatómicos de Vesalio.
Pude ver hace poco una libreta de campo de Federico Kurtz, uno de los naturalistas que Domingo F. Sarmiento importó de Alemania para poblar la Academia Nacional de Ciencias, en Córdoba. Corresponde a un viaje hecho por ese botánico a San Luis en 1895. Las observaciones escritas se complementan con registros gráficos, esquicios a lápiz, donde árboles y formaciones rocosas son representadas con una síntesis expresiva y formal extraordinaria, dibujos despojados de intención realista, que resguardan y exaltan con pocos trazos sólo lo esencial para marcar lo observado. Siento que esta actitud rigurosa se corresponde con la práctica de Elena, ya que en sus dibujos, cuando el ojo logra zafar de la trampa de aferrarse a la corteza y se mira el detalle, aparece —y se siente— la huella, la marca, la consecuencia física, el tilde objetivo de esa «escritura abstracta» con la que su mano sensible engaña al cerebro.
Y estos actos de magia, amigos, no solamente son muy difíciles de lograr, también son muy bellos.