El título de esta nueva muestra de Daniel Callori, y de cada una de las piezas que la componen, alude casi invariablemente a la mitología, ya sea en cuanto a personajes como a lugares geográficos. Además, el célebre Baco y Ariadna, de Tiziano, aparece como el referente o disparador conceptual de toda la serie, no de una manera directa, mimética, pero sí como detonador sensible, como si Callori necesitara mirarse en el espejo lejano de una pintura de histórica grandiosidad, y en la enorme sugestión de sus temas e iconografías, para recuperar un aliento de revelación y trascendencia que lo impulse a ordenar e intensificar el ímpetu de su fervor colorístico en un territorio más amplio, más misterioso, que el de la fascinación narrativa y la eficacia cromática.
Esto no quiere decir que el lenguaje de Callori, en su potente corporeidad, dependa de referencias prestigiosas y sublimes para sostenerse. Sus formas pictóricas se expanden con sobrada autonomía según el riguroso cánon de una voluptuosa abstracción volumétrica, fatigando la superficie del cuadro como foliaciones tentaculares de plantas carnívoras que devoran todo rastro de analogía referencial a la que puedan habernos inducido los mencionados títulos.
A la vez, hay algo en ellas de excrecencia orgánica, de crecimiento embrionario, evolutivo, como si estuviéramos frente a una génesis indecisa, perdida y también cristalizada entre lo carnal, lo animal, lo botánico, que de repente muda en maqueta rebatida y policroma de territorios insulares y continentales en colisión o surgimiento, o se extravía en una inflamación de extraños ectoplasmas fuera de foco que se disputan centímetro a centímetro el aire epidérmico del lienzo. La superposición y el contrapunto de esas configuraciones tan indefinidas como polisémicas inhiben toda sensatez contenidista, dejándonos frente a lo que parece un tentador ensamble provisorio de piezas esmaltadas, según los raptos y las lógicas de una paleta tan vibrante e intensa como perfectamente compensada.
Pero también habrá que pensar que toda esta fecundidad exultante es la revelación última de un Daniel Callori inclinado ante los mitos de una manera más estratégica que emocional, como quien sospecha que el primer deslumbramiento con el relato fantástico y alegórico – es decir, con la tentación escénica – es apenas la cáscara, el ropaje exterior de ese fuego perenne sin límites físicos, cuyo crepitar percibimos muy escasamente, y que cualquier artista, como émulo tácito de Prometeo, busca robar para reavivar en cada cuadro.
Eduardo Stupía