marzo 4, 2016 - abril 5, 2016

Dino Bruzzone

Divisionismo

Javier Villa Febrero 2016.

Las imágenes son máquinas del tiempo. Nos llevan al pasado, nos proyectan un futuro y nos ubican en el presente. Las del arte tienen una mecánica aceitada por la tradición y los códigos, por un gran relato evolutivo a base de influencias, tensiones y rupturas; diversas formas de un encadenamiento que lleva milenios. Son máquinas precisas. Tienen la potencialidad de existir en todo tiempo y lugar, y si se generan por primera vez en un momento y sitio determinado –como también si retornan para repensar ciertas lógicas del pasado o se lanzan hacia una visión futura que será entendida con posterioridad-, lo hacen arrastradas por una necesidad. Nunca aparecen por capricho. Las imágenes de la memoria individual, o de una fantasía proyectada, tampoco aparecen arbitrariamente. Son entidades inmateriales cargadas de subjetividad, tienen la virtud de poder viajar en un borde confuso entre lo real ocurrido (o por ocurrir) y la ficción, deformarse o volverse exageradamente detallistas. Pueden abordar un amplio espectro de sentidos -olfativos, táctiles, auditivos- como también catalizar emociones que se instalan de forma directa en el cuerpo, sea goce, felicidad, melancolía, deseo. Hoy atravesamos un momento particular donde el consumo de la imagen, sobre todo la fotográfica (y siempre supuse que Dino piensa desde la fotografía, lo cual no implica que produzca únicamente fotografías), plantea una nueva experiencia del tiempo. Por un lado, aplicaciones como Instagram nos ponen frente a un consumo que se actualiza minuto a minuto; cientos de imágenes sin aparente relación forman una secuencia ininterrumpida de presentes múltiples (sensación aún más frenética con Snapchat, donde una foto dura menos de 10 segundos en el teléfono para volver a su limbo de imagen latente). Por otro lado, las búsquedas de imágenes en Google nos devuelven un mosaico de esquizofrenia temporal. “Malevich”, para un buscador, es tanto una pintura del artista ruso como una reproducida en un póster, un tatuaje en el cuello de una joven o un mantel. Sin jerarquías ni cronologías, cientos de imágenes concurren en simultaneidad y bajo una relación forjada, en escasos segundos, por un algoritmo. El pasado, el presente y el futuro se encuentran en un mismo plano no lineal. Cuando la fotografía se ha vuelto un medio para comunicarnos tan cotidiano como complejo, el artista se sumerge en ella, la atraviesa y la expande, para pensar cómo se consumen, cómo se producen y qué nos entregan las imágenes de hoy en día. Sobre todo: qué vale la pena volver a mirar. Este es el caso de Dino Bruzzone. En obras previas como Italpark, Dino reflexionaba, al mismo tiempo, sobre la construcción de la imagen fotográfica y la de la memoria. En un proceso de capas y, por ende, de mediatizaciones, partía de una foto del parque que volvía a tridimensionalizar en una maqueta para, finalmente, fotografiarla de nuevo. Como exhumando un imaginario idealizado y perdido, horadaba cada vez más hondo en la imagen reconstruyéndola una y otra vez; para que vuelva a vibrar no como documento sino como un recuerdo. Posteriormente, ciertas metodologías variaron y otros elementos entraron en juego, pero siempre el artista mantuvo su impronta analítica (tanto del medio como de la memoria) al meterse dentro de la imagen, reconstruirla o desmenuzarla, ir hacia el detalle como hacia la deformación. Entre los objetos de recuerdo, ligados al placer infantil o adolescente, se sumaron las arquitecturas utópicas modernistas y los cómics, que llevarían sus investigaciones tanto hacia la modernidad como hacia la ficción y lo popular. Y, desde ahí, abriría un camino en torno a la pintura. De forma acelerada, esto nos sitúa en el presente. ¿Por qué, partiendo de la fotografía, volver a producir y dar a ver pintura? Divisionismo, la nueva serie de Dino Bruzzone, nos permite pensar el cruce entre fotografía y pintura como un portal para entrar en la complejidad de la imagen contemporánea. Nuevamente, en un proceso de capas, Dino escanea la tapa de un cómic de los años sesentas, atraviesa la imagen con un filtro del photoshop para descomponerla y hacer foco en un punto de color del RGB. Según elija discriminar el red, el green o el blue, los puntos  tendrán distintas escalas y formas de distribución, ya sea en noventa grados o en diagonales. Luego realiza el dibujo lineal y negro del cómic sobre un bastidor, enmascara dicho bastidor con un mapa de los puntos, proyecta dicho mapa como quien proyecta una imagen sobre un papel fotográfico, pero en este caso pinta los puntos al óleo para hacerlos aparecer. Ya no estamos ante la reconstrucción o deformación de la imagen como en obras previas, sino ante una atomización donde el punto de color es el foco. Es probable que para un muy joven Dino, las impresiones a color de los cómics mediante la técnica de puntos Ben Day haya sido una primera experiencia cultural importante con el color como entidad en sí misma; como materia y textura, algo posible de disfrutar y percibir más allá de la imagen que lo encapsula. En una actualidad donde ya no se imprimen fotografías, donde el color es luz de pantalla y, posiblemente, será un espectro inmaterial cuando los aparatos de realidad virtual se vuelvan hogareños, Dino recupera la sensación del color como pura materia corpórea. Esta búsqueda se enfatiza al liberar y autonomizar los puntos: en algunos cuadros corresponden exactamente a la figura en negro, pero en otros se desfasan varios centímetros logrando desmarcar al color de la línea, desarticulando lo que podría ser el color de fondo y el color de la figura al llevarlos a un mismo plano abstracto (que coexiste con otro plano de pura línea figurativa). En otros casos, Dino hace zoom en un pequeño detalle del cómic y la composición entra en un terreno donde el tema se vuelve confuso o desaparece para, nuevamente, liberar al color. Todas estas estrategias de rematerialización del color, que provienen del recuerdo placentero de los puntos Ben Day, son desarrollados a través de un elemento para nada caprichoso: el óleo, ADN del color en el arte de los últimos 500 años, que no sólo provoca esa sensación de materialidad, sino que abre a un nuevo viaje en el tiempo. A partir de los puntos, a veces con un trazo más plano y otras más liberado, es posible ir hacia el puntillismo (uno de los primeros movimientos que analizan los elementos puros de la pintura e inicia el camino hacia la abstracción), atravesar el expresionismo (terreno de la emocionalidad pictórica moderna) y recalar en el Pop (movimiento que desarticula a la modernidad y su autonomía al invitar a la imagen popular en la discusión). Paradójicamente, Dino encuentra un agujero negro en un punto de color, que le permite viajar o estar en simultáneo dentro de diversas dimensiones temporales, que le permite identificarse con ellas pero desmarcarse a través de la diferencia que aporta lo múltiple. El puntillismo es pop, el pop es expresionismo, el expresionismo puntos Ben Day, el RGB del Ben Day un CMYK del photoshop, el photoshop una herramienta pictórica, la pintura una forma de corporizar el color, la textura del color un elemento para reflexionar sobre la fotografía y, a su vez, sobre el retorno emocional de los recuerdos infantiles. La imagen no aparece por capricho: aborda este complejo presente de temporalidades cruzadas, donde se entretejen historia del arte y memoria personal, identificación y extrañamiento. Dino nos propone un viaje novedoso dentro de la imagen; una experiencia  desmarcada de aquella que tenemos día a día frente a la pantalla.    

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Gastón Herrera

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